martes, 1 de noviembre de 2016

Cometí dos errores.


Cometí dos errores.

No debería de haber permitido que se alojaran aquí esta noche. Mi padre, que en paz descanse, siempre decía que todo lo que ocurriera después de las dos de la mañana no podría traer nada bueno. Desde luego.
¿Pero qué otra opción tenía?
¿Cómo le decía a mi jefe que me había negado a darles cobijo, por una simple corazonada, a los dos únicos clientes que habían logrado traspasar, sin arrepentirse, el umbral de la puerta desde hacía dos días ?
Parece que le estoy escuchando ahora mismo, sintiendo como me ametralla la oreja con repugnantes perdigones, rabioso: «¿Chico, pero qué coño te has creído? ¿Acaso tus malditas corazonadas pagarán las facturas en las noches desiertas de clientela?».

En fin. El caso es que la madrugada castigaba con su gélido aliento a ese padre y a su adormilada pequeña y no había siquiera un mísero motel como este en, al menos, unos ciento cincuenta kilómetros hasta llegar a Santa Eulalia, el turístico pueblo de los milagros, destino de peregrinaje y el más cercano desde donde nos encontramos. Por lo que condenarlos a seguir circulando por entre las entrañas de una tormenta que comenzaba a desatarse con furia desmedida me parecía una temeridad, cuasi un homicidio. Tenía otra posibilidad, sin embargo, enviarlos a uno de los muchos sucios burdeles salpicados por toda la carretera, por un puñetero pálpito, no me parecía apropiado. Quizá fuera más adecuado para alguna subespecie de camionero barrigón y cervecero, ávido de putas envueltas en perfumes baratos, dulzones y pegajosos, pero no para una cría de ocho o nueve años. 

El primer gran error fue compadecerme de ellos. Sentí que debía lanzarles el último cable de auxilio para que salieran indemnes de esa peligrosa corriente de tinieblas que los arrastraba demasiado lejos de los incipientes y seguros colores del alba
«Pero, ¿qué hace un padre a estas horas con esta criaturita en una remota carretera secundaria?», recuerdo que pensé cuando el tipo hizo sonar el timbre de recepción y quebró mi sueño. Pero el angelical rostro de la niña me hizo olvidar las siniestras y afiladas facciones de su, aparente, inquieto progenitor.

Intento no darle importancia; «Seguro que no es nada, pura entelequia de mi somnolienta imaginación», me repito a mí mismo con la escasa convicción de un predicador carente de fe. 
Hablando de eso… ¿acaso lo que llevaba ese tipo en la camisa era un alzacuello?

De repente un escalofriante alarido infantil seguido de un tremendo golpe, procedente de la habitación de esa pequeña familia, hace que me sobresalte y que automáticamente se me encoja el corazón. 

Después, silencio; tan exquisito y fantasmal que me hunde en el lodazal del miedo más absoluto... 

¿Qué ha sido eso? 
Me estremezco tan solo de imaginar la respuesta. Tanto que, aunque lo intento, siento que ni todo el rancio y espeso oxígeno que se acumula a mi alrededor puede llenar mis pulmones. 
No dejo de darle vueltas y comienzo a tejer conjeturas que se forman sin remedio y a toda velocidad en el rincón más oscuro de mi alma; ¿Y si en realidad no son padre e hija? ¿Y si ese pervertido pastor, cerdo sin escrúpulos, la ha raptado para hacerle Dios sabe qué maldad? 

En mitad de un ataque de ansiedad llamo inmediatamente a la policía, pero en un ominoso cálculo mental resuelvo que tardarán al menos cincuenta minutos en llegar desde Santa Eulalia. Tiempo suficiente para que cualquier tragedia suceda y colme las portadas nacionales al día siguiente resaltando en grandes letras capitales la impasibilidad del joven recepcionista. No puedo dejar a esa pequeña a merced de ese demonio. Cuelgo y me obligo a tranquilizarme. Luego agarro un bate de béisbol que escondo en recepción para posibles emergencias que requieran de fuerza bruta y, con decisión, enfilo el pasillo hasta la puerta del fondo. Introduzco la llave maestra y abro, sin más contemplaciones, para toparme con el segundo, y último, error de mi vida. 

Y frente a mí, sobre un cuerpo inerte de rostro desencajado, aparece la niña mirándome ilesa con ojos extraños; sosteniendo una inocente sonrisa entre sus labios y un sangriento crucifijo entre sus manos. 



#HistoriasDeMiedo Zenda 

Paco S. Sampalo.

No hay comentarios: