Cometí dos errores.
No debería de haber
permitido que se alojaran aquí esta noche. Mi padre, que en paz descanse,
siempre decía que todo lo que ocurriera después de las dos de la mañana no podría
traer nada bueno. Desde luego.
¿Pero qué otra opción
tenía?
¿Cómo le decía a mi
jefe que me había negado a darles cobijo, por una simple corazonada, a los dos únicos clientes que habían logrado traspasar, sin arrepentirse, el umbral de la puerta desde hacía dos días ?
Parece que le estoy
escuchando ahora mismo, sintiendo como me ametralla la oreja con repugnantes perdigones, rabioso: «¿Chico, pero qué coño te has creído? ¿Acaso tus
malditas corazonadas pagarán las facturas en las noches desiertas de clientela?».
En fin. El caso es que
la madrugada castigaba con su gélido aliento a ese padre y a su adormilada
pequeña y no había siquiera un mísero motel como este en, al menos, unos ciento
cincuenta kilómetros hasta llegar a Santa
Eulalia, el turístico pueblo de los milagros, destino de peregrinaje y el
más cercano desde donde nos encontramos. Por lo que condenarlos a seguir circulando por entre las entrañas de
una tormenta que comenzaba a desatarse con furia desmedida me parecía una
temeridad, cuasi un homicidio. Tenía otra posibilidad, sin embargo, enviarlos a uno de los muchos sucios
burdeles salpicados por toda la carretera, por un puñetero pálpito, no me
parecía apropiado. Quizá fuera más adecuado para alguna subespecie de camionero barrigón y cervecero, ávido de putas
envueltas en perfumes baratos, dulzones y pegajosos, pero no para una cría de
ocho o nueve años.
El primer gran error
fue compadecerme de ellos. Sentí que debía lanzarles el último cable de auxilio para que salieran
indemnes de esa peligrosa corriente de tinieblas que los arrastraba
demasiado lejos de los incipientes y seguros colores del alba.
«Pero, ¿qué hace un
padre a estas horas con esta criaturita en una remota carretera secundaria?»,
recuerdo que pensé cuando el tipo hizo sonar el timbre de recepción y quebró mi
sueño. Pero el angelical rostro de la niña me hizo olvidar las siniestras
y afiladas facciones de su, aparente, inquieto progenitor.
Intento no darle importancia; «Seguro que no es nada, pura entelequia de mi somnolienta imaginación», me repito a mí mismo con la escasa convicción de un predicador carente de fe.
Hablando de eso… ¿acaso lo que llevaba ese tipo en la camisa era un alzacuello?
De repente un
escalofriante alarido infantil seguido de un tremendo golpe, procedente de
la habitación de esa pequeña familia, hace que me sobresalte y que automáticamente se me encoja el corazón.
Después, silencio; tan
exquisito y fantasmal que me hunde en el lodazal del miedo más absoluto...
¿Qué ha sido
eso?
Me estremezco tan solo de imaginar la respuesta. Tanto
que, aunque lo intento, siento que ni todo el rancio y espeso oxígeno que se acumula a mi alrededor
puede llenar mis pulmones.
No dejo de darle
vueltas y comienzo a tejer conjeturas que
se forman sin remedio y a toda velocidad en el rincón más oscuro de mi alma; ¿Y si en
realidad no son padre e hija? ¿Y si ese pervertido pastor, cerdo sin escrúpulos,
la ha raptado para hacerle Dios sabe qué maldad?
En mitad de un ataque
de ansiedad llamo inmediatamente a la policía, pero en un ominoso cálculo
mental resuelvo que tardarán al menos cincuenta minutos en llegar desde Santa Eulalia. Tiempo suficiente para
que cualquier tragedia suceda y colme las portadas nacionales al día siguiente
resaltando en grandes letras capitales la impasibilidad del joven recepcionista.
No puedo dejar a esa pequeña a merced de ese demonio. Cuelgo y me obligo a
tranquilizarme. Luego agarro un bate de béisbol que escondo en recepción para
posibles emergencias que requieran de fuerza bruta y, con decisión, enfilo
el pasillo hasta la puerta del fondo. Introduzco la llave maestra y abro,
sin más contemplaciones, para toparme con el segundo, y último, error de mi
vida.
Y frente a mí, sobre un
cuerpo inerte de rostro desencajado, aparece la niña mirándome ilesa con ojos extraños; sosteniendo una
inocente sonrisa entre sus labios y un sangriento crucifijo entre sus manos.
#HistoriasDeMiedo Zenda
Paco S. Sampalo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario