miércoles, 2 de noviembre de 2016

Deberes Malditos



—Si queréis aprobar el examen, debéis elaborar para mañana un relato de entre cien caracteres y mil palabras, con letra Times new roman y tamaño doce. Pero os advierto, no traerme un relato cualquiera, tiene que hacerme temblar, darme verdadero terror —les dijo el profesor a sus jóvenes alumnos de cuarto de primaria sin saber que estaba cometiendo el peor error de su vida.


Lucía se pasó el resto de la tarde frente a la inmaculada hoja maldiciendo a las musas que se negaban a susurrarle al oído; tejiendo mentalmente torpes ideas y enlazando vagos argumentos, que no lograrían dar jamás siquiera un mísero sustito.


Vencida y resignada, se marchó a jugar al desván. Su madre nunca le dejaba que subiera sola. Siempre temía que pudiera hacerse una fea herida con algún objeto herrumbroso o que se le cayera encima algún desvencijado y vetusto armario arrumbado en un obscuro rincón. Pero estaba tan ocupada preparando la cena que seguro no se enteraría, pensaba.


Una vez arriba, Lucía rebuscó entre los amontonados trastos polvorientos hasta que de pronto su mano se topó con algo que le resultó inmediatamente familiar. Algo que provocó que su corazón se le encogiera al instante, y su trémula garganta le acuchillara sin compasión. «Mamá lo habrá traído junto a todas sus cosas. Cuánto la echo de menos», se lamentó la pequeña para sí misma. Se trataba de una especie de teléfono antiguo, muy antiguo, con el que solía jugar cuando era pequeña junto a su abuela mientras estaban a solas en  su casa; una tabla, cifras y letras.


Recordó las noches de cacao caliente junto a su abuelita y cuánto les encantaba jugar con ese chisme; la emoción de no saber nunca quién podía responder al otro lado. Marcó inocentemente con un vaso y esperó a recibir alguna señal. De repente, sintió un escalofrío y un olor nauseabundo. Y alguien contestó sin voz. Entonces tuvo una idea: le pediría ayuda para el relato de terror. Ese alguien aceptó, y luego dictó letra a letra.


Al día siguiente, a la hora de leer los textos, fue el último que escuchó su profesor antes de calificar, sentenciar y desplomarse para siempre:

—El mejor relato de la clase.





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 Paco S. Sampalo

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