lunes, 28 de noviembre de 2016

Mirada de colores




Mi niña siempre tuvo la mirada de colores. En eso debía salir a su padre, quien, en cierta manera, se afanaba a conciencia, día sí y día también, en colorearme de tonos verdes y morados. Pero mi niña era especial. Un arcoíris perpetuo era la alfombra bajo la que daba sus primeros pasos. Una intensa llama verde junto a la que cobijarse en las noches más frías y desesperanzadas. Un bálsamo azul para calmar el dolor más punzante. Una chispa roja que animaba al más cobarde a seguir luchando. Y aunque me crujió hasta el alma cuando me separé de ella, me tranquilizó el hecho de que mantuviera esa ingenua felicidad con la que le maravillaba la vida mientras paseaba su infancia junto a sus nuevos padres.

Mi niña siempre tuvo la mirada de colores. Por eso me asusté tanto cuando siendo ya una mujer de pronto se le apagaron todos los soles del universo y reconocí mis propios ojos reflejados en los suyos. Los recuerdo perfectamente. Una mirada triste, ausente, gris, que me asaltaba a traición en el espejo cuando me descuidaba y me atrevía a elevarla por un instante para contemplar mis arrugas, mis años y mi dignidad atenazarme el corazón. Me reconocí cuando de repente el amor se le revolvió un día cualquiera y después de las faltas de respeto, los insultos, las órdenes y los celos, le dejó sus primeras y contundentes marcas. Y después otra, y otra, y otra. Dios. No podía soportarlo. Mi niña…

Pero, gracias al cielo, mi niña fue fuerte. Valiente. Recordó todo el imperio que vale una mujer y luchó. Le costó lágrimas y sangre. Y tiempo. Pero lo superó. Ojalá yo hubiera sido como ella. Pero eran otros tiempos. Ahora, aunque sigue sin ser suficiente, hay compromiso en la sociedad. Ojalá hubiera existido voz para las que no teníamos entonces, ojalá un 016 y ojalá mis vecinos no hubieran callado y agachado las cabezas cuando en casa se levantaban la voz y las manos.

No sabe, y posiblemente nunca sabrá, lo que me alegré cuando se decidió a buscar a su verdadera madre cuando recuperó por fin aquella mirada de luz y color. De vida. A buscarme. A presentarme de una vez a mi nieta. Cuántas ganas tenía. Ojalá hubiera tenido en mis tiempos, como ella, valor y un pequeño paracaídas para saltar en la caída libre de la vida y plantar cara a los abismos más crueles. Ojalá. Porque ahora no estaría viendo como mi niña, Esperanza, la de los ojos de colores y sonrisa cálida, ensombrece la mirada, al dejarme las flores, como cada domingo, sobre el veteado mármol de mi fría y pálida lápida.



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Paco de Paula Sánchez Sampalo 

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Deberes Malditos



—Si queréis aprobar el examen, debéis elaborar para mañana un relato de entre cien caracteres y mil palabras, con letra Times new roman y tamaño doce. Pero os advierto, no traerme un relato cualquiera, tiene que hacerme temblar, darme verdadero terror —les dijo el profesor a sus jóvenes alumnos de cuarto de primaria sin saber que estaba cometiendo el peor error de su vida.


Lucía se pasó el resto de la tarde frente a la inmaculada hoja maldiciendo a las musas que se negaban a susurrarle al oído; tejiendo mentalmente torpes ideas y enlazando vagos argumentos, que no lograrían dar jamás siquiera un mísero sustito.


Vencida y resignada, se marchó a jugar al desván. Su madre nunca le dejaba que subiera sola. Siempre temía que pudiera hacerse una fea herida con algún objeto herrumbroso o que se le cayera encima algún desvencijado y vetusto armario arrumbado en un obscuro rincón. Pero estaba tan ocupada preparando la cena que seguro no se enteraría, pensaba.


Una vez arriba, Lucía rebuscó entre los amontonados trastos polvorientos hasta que de pronto su mano se topó con algo que le resultó inmediatamente familiar. Algo que provocó que su corazón se le encogiera al instante, y su trémula garganta le acuchillara sin compasión. «Mamá lo habrá traído junto a todas sus cosas. Cuánto la echo de menos», se lamentó la pequeña para sí misma. Se trataba de una especie de teléfono antiguo, muy antiguo, con el que solía jugar cuando era pequeña junto a su abuela mientras estaban a solas en  su casa; una tabla, cifras y letras.


Recordó las noches de cacao caliente junto a su abuelita y cuánto les encantaba jugar con ese chisme; la emoción de no saber nunca quién podía responder al otro lado. Marcó inocentemente con un vaso y esperó a recibir alguna señal. De repente, sintió un escalofrío y un olor nauseabundo. Y alguien contestó sin voz. Entonces tuvo una idea: le pediría ayuda para el relato de terror. Ese alguien aceptó, y luego dictó letra a letra.


Al día siguiente, a la hora de leer los textos, fue el último que escuchó su profesor antes de calificar, sentenciar y desplomarse para siempre:

—El mejor relato de la clase.





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 Paco S. Sampalo

martes, 1 de noviembre de 2016

Cometí dos errores.


Cometí dos errores.

No debería de haber permitido que se alojaran aquí esta noche. Mi padre, que en paz descanse, siempre decía que todo lo que ocurriera después de las dos de la mañana no podría traer nada bueno. Desde luego.
¿Pero qué otra opción tenía?
¿Cómo le decía a mi jefe que me había negado a darles cobijo, por una simple corazonada, a los dos únicos clientes que habían logrado traspasar, sin arrepentirse, el umbral de la puerta desde hacía dos días ?
Parece que le estoy escuchando ahora mismo, sintiendo como me ametralla la oreja con repugnantes perdigones, rabioso: «¿Chico, pero qué coño te has creído? ¿Acaso tus malditas corazonadas pagarán las facturas en las noches desiertas de clientela?».

En fin. El caso es que la madrugada castigaba con su gélido aliento a ese padre y a su adormilada pequeña y no había siquiera un mísero motel como este en, al menos, unos ciento cincuenta kilómetros hasta llegar a Santa Eulalia, el turístico pueblo de los milagros, destino de peregrinaje y el más cercano desde donde nos encontramos. Por lo que condenarlos a seguir circulando por entre las entrañas de una tormenta que comenzaba a desatarse con furia desmedida me parecía una temeridad, cuasi un homicidio. Tenía otra posibilidad, sin embargo, enviarlos a uno de los muchos sucios burdeles salpicados por toda la carretera, por un puñetero pálpito, no me parecía apropiado. Quizá fuera más adecuado para alguna subespecie de camionero barrigón y cervecero, ávido de putas envueltas en perfumes baratos, dulzones y pegajosos, pero no para una cría de ocho o nueve años. 

El primer gran error fue compadecerme de ellos. Sentí que debía lanzarles el último cable de auxilio para que salieran indemnes de esa peligrosa corriente de tinieblas que los arrastraba demasiado lejos de los incipientes y seguros colores del alba
«Pero, ¿qué hace un padre a estas horas con esta criaturita en una remota carretera secundaria?», recuerdo que pensé cuando el tipo hizo sonar el timbre de recepción y quebró mi sueño. Pero el angelical rostro de la niña me hizo olvidar las siniestras y afiladas facciones de su, aparente, inquieto progenitor.

Intento no darle importancia; «Seguro que no es nada, pura entelequia de mi somnolienta imaginación», me repito a mí mismo con la escasa convicción de un predicador carente de fe. 
Hablando de eso… ¿acaso lo que llevaba ese tipo en la camisa era un alzacuello?

De repente un escalofriante alarido infantil seguido de un tremendo golpe, procedente de la habitación de esa pequeña familia, hace que me sobresalte y que automáticamente se me encoja el corazón. 

Después, silencio; tan exquisito y fantasmal que me hunde en el lodazal del miedo más absoluto... 

¿Qué ha sido eso? 
Me estremezco tan solo de imaginar la respuesta. Tanto que, aunque lo intento, siento que ni todo el rancio y espeso oxígeno que se acumula a mi alrededor puede llenar mis pulmones. 
No dejo de darle vueltas y comienzo a tejer conjeturas que se forman sin remedio y a toda velocidad en el rincón más oscuro de mi alma; ¿Y si en realidad no son padre e hija? ¿Y si ese pervertido pastor, cerdo sin escrúpulos, la ha raptado para hacerle Dios sabe qué maldad? 

En mitad de un ataque de ansiedad llamo inmediatamente a la policía, pero en un ominoso cálculo mental resuelvo que tardarán al menos cincuenta minutos en llegar desde Santa Eulalia. Tiempo suficiente para que cualquier tragedia suceda y colme las portadas nacionales al día siguiente resaltando en grandes letras capitales la impasibilidad del joven recepcionista. No puedo dejar a esa pequeña a merced de ese demonio. Cuelgo y me obligo a tranquilizarme. Luego agarro un bate de béisbol que escondo en recepción para posibles emergencias que requieran de fuerza bruta y, con decisión, enfilo el pasillo hasta la puerta del fondo. Introduzco la llave maestra y abro, sin más contemplaciones, para toparme con el segundo, y último, error de mi vida. 

Y frente a mí, sobre un cuerpo inerte de rostro desencajado, aparece la niña mirándome ilesa con ojos extraños; sosteniendo una inocente sonrisa entre sus labios y un sangriento crucifijo entre sus manos. 



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Paco S. Sampalo.